Hoy me di cuenta de algo muy importante. Algo sencillo y obvio, pero revelador. Nosotros, dichos animales racionales, a los cuales prefiero llamar animales simbólicos[1], estamos más implicados en nuestra relación con el no-humano (y creado por nosotros mismos), que en nuestra relación con el cuerpo humano. Reconocemos más autoridad a las máquinas y al tiempo dictado por los relojes y calendarios, que a los nuestros ciclos internos, aunque estos estén físicamente más cercanos. Aunque estén dentro de nosotros. Aunque nuestra pulsación – tan ritmada y cíclica y por esto tan poética – pueda ser percibida a cada respiración. A cada acción y inacción. A cada suspiro. A cada deseo que brota de nuestro ser.
El interior sabe. El cuerpo siempre sabe.
Pero se todo esto es verdad ¿porque muchas veces nosotros no sabemos?
Nos quisieron hacer creer que tenemos un cuerpo y que él está separado de una supuesta alma, que está separada de la mente. Nos quisieron hacer creer que el corazón se opone a razón. Que la naturaleza se opone a cultura. Que el amor no coincide con el deseo.
Nos dijeron que hay un bien y un mal. Un cielo y un infierno. Un sagrado y un profano. Un camino cierto y otro errado. Una vida y una muerte y que las mismas no coinciden.
Colmaron nuestras cabezas de antinomias. Podaron nuestras ramas. Nos dijeron que deberíamos eligir: amor o trabajo, homo o hetero, publico o privado, blanco o pardo, luna o sol, azul o rojo.
Nos dijeron que el mundo es complejo. Y que la mediación universal masculina es necesaria. Que el hombre es malo por naturaleza. Que el hombre es bueno por naturaleza. ¡Que las mujeres están incluidas en la categoría hombres! O sea, que hay un pretenso neutro universal y lo mismo es masculino.
No nos hablaron de infinitas posibilidades. De acaso continuo. De unidad macrocósmica. De un cuerpo que es y, por esto, comprende. De do sexos singulares y dispares, pero no opuestos y nunca sobrepuestos. Nos ocultaron la historia de las mujeres. El miedo de los hombres. El tiempo de los ciclos. Nuestra conexión con todo que siente y vive.
Nos hicieron creer que hay que buscar un sentido para la vida – ¡como se vivir ya no fuera el sentido!!! Nos invitaron a sobrepasar la razón. A no escuchar la intuición. A adaptarse a la tecnología. A ignorar los límites del cuerpo. A pensar antes de sentir y, si hay duda, no reaccionar. Si hay duda, no sugerir. Si hay duda, callar.
Pero el mundo está cambiando. Vivimos un momento de grandes y profundos cambios. El patriarcado ha llegado a su fin y un nuevo orden surge. Un orden capaz de descalabrar la lógica binaria. De derrumbar el patriarcado. De enseñar que hay dos sujetos de conocimiento – hombre y mujer – y no uno que engloba el otro. Un orden donde se respecte las diferencias y la riqueza de cada ser.
Las señales que enseñan estos cambios son evidentes. Desde el colapso de las grandes economías mundiales, pasando por las tragedias y degradaciones ambientales, hasta la llegada de fuertes movimientos activistas, pacifistas, feministas.
Algo está pasando. Una nueva política está surgiendo. Una política del simbólico, pues, quizás, hacer simbólico, en cuanto crear y recrear sentido en la alteridad, es lo mejor que podemos aportar al mundo, buscando y creando mediaciones. Quizás sea este el único, simple y, a la vez, grande sentido de la vida.